Coloca en un jarrón de cristal las azaleas recién cortadas. Es un acto cotidiano, natural en ella. Entra, llena el jarrón con el agua de la llave y, con ternura, amolda al espacio cristalino el ramillete de flores frescas. Esta mañana tampoco lo ha olvidado. Se siente cómoda en ese mundo inventado por ella. Un mundo de lluvias y azaleas. Mira el jarrón desde distintos ángulos de la casa y, como si llevara tiempo esperándolo, encuentra un ángulo desde el que es capaz de entender toda su vida. Entonces lo comprende. Se calza unos zapatos —los más cómodos que encuentra— y se arregla el pelo con un sencillo gesto ante el espejo que en otro tiempo le regaló Mario, su amor.
Cierra las ventanas que dan al jardín, con esmero, con la certidumbre de saber que es la última vez que en su espacio entra el aire fresco de la mañana. Aspira y roza las hojas de las azaleas con la yema de los dedos. Deja sentir, aún húmedos, los pétalos, y decidida sale y cierra la puerta principal.
Un vecino la saluda con un Buenos días radiante y ella le regala una sonrisa limpia, como de eterna primavera.
Camina sin prisa por la vereda que da a la avenida principal y espera hasta encontrar un taxi. Lo para decidida y sube.
—A Urgencias, por favor, —apunta con la voz firme y aterciopelada.
— ¿Tiene prisa? Le espeta el conductor mirándola de soslayo.
—No, ninguna. Vaya usted tranquilo.
El taxista así lo hace. Los edificios pasan lentos, como en un travelling perezoso ante sus ojos. Las personas son en ese momento de acuarela, borrones que en otro tiempo fueron posibles conversaciones, posibles amigos. Los borrones son sus albañiles y carpinteros, poetas, panaderos, cristaleros, lecheros…
Ve cafeterías con gente que sale seria, abriendo los paraguas ante la intermitente llovizna. Cierra los ojos y siente la ciudad de otra manera. Espera.
—¡Ya estamos en Urgencias!
—¡Ah! Tome, quédese con el cambio.
—Que tenga buen día, señora.
—Igualmente. Adiós.
Baja del taxi y no se apresura por llegar a la entrada acristalada donde un cartel señala en letras redondas y rojas Urgencias.
El txirimiri insistente se va apoderando de su cabello, del rostro. Se queda de pie, sin más espera que la de sentir el agua tamizada.
—¿Viene por algún familiar?
—No, vengo por mí.
—¿Qué le ocurre?
—Tengo dolor en el pecho—finge.
—De acuerdo, espere ahí sentada— dijo la recepcionista señalando con la mano una silla de plástico.
—Muy bien, gracias— contesta complacida.
Y se sienta. Y espera más de cinco horas a que la llamen. Durante todo ese tiempo está como un pez en el fondo de un acuario, lenta, torpe, viendo un territorio mil veces repetido aunque nunca había estado en un lugar como aquel. Se acuerda de Mario y de la gran suerte que tuvo en morir junto a ella. Se acuerda de la cama donde rieron, hicieron el amor desenfrenado, durmieron, palparon las sábanas, se escondieron… También se acuerda de que a Mario se le veló en casa. Cuando ella despertó allí estaba su cuerpo inerte, como dormido. Le vistió y esperó paciente la llegada del ataúd. Unos muchachos amables le ayudaron a colocarlo en la caja y después, un tanto sorprendidos por la ausencia de más gente, se fueron. Ella colocó alrededor de Mario, bordeando su cuerpo, decenas de azaleas granates. El aroma invadía toda la habitación y así, sin más, colocó una vela y se dedicó a contemplarlo. Su rostro, sereno. Las manos que yacían sin pulso acurrucadas como si contuvieran un polluelo de gorrión recién caído de un árbol. Ella estaba allí, feliz. Se supo amada y respetada y supo que había hecho la vida de Mario más hermosa. Estaba segura de ello.
Cuando la enfermera pronuncia su nombre despierta de ese duermevela caleidoscópico en el que se encontraba. Se levanta. Nota las piernas entumecidas y las manos ágiles.
—Pase al primer box, por favor.
Un médico joven, residente en segundo año, la atiende sin mirarla a los ojos. No hay nada más lamentable —piensa ella— que alguien que no consigue sostener la mirada en la del otro. El médico la examina y mientras tanto ella piensa en que no la mira a los ojos.
El médico, de nombre Miguel Medina del Río, reza en su plaquita, no encuentra nada anómalo en ella.
—Pero doctor, me encuentro mal—, fingía insistentemente.
Ante estas palabras de su paciente, Miguel Medina del Río opta por no complicarse más el ajetreado día y decide dejarla en el pasillo del servicio de Urgencias en una camilla. El doctor no quiere complicarse la vida y delega para el siguiente turno a esta paciente sin más síntomas que lo que ella dice. El joven médico apunta en la historia de la paciente: «En observación pendiente de evolución complementaria. Dolor torácico.»
Y allí queda ella, recostada en la camilla desgastada del sufrimiento de otros, en un pasillo ajeno a la vida, a la primavera, a los versos de Neruda y a sus cerezos: Quisiera hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos, recuerda ella estas palabras que Mario le decía. Siempre le gustó que Mario le susurrara esos versos al oído. Y más aún le gustaba que le mintiera y que le dijera que los había escrito él para ella. Un día descubrió que en realidad esos versos no los había escrito Mario, sino Pablo Neruda, y le entró un cosquilleo aún mayor en el estómago. Una ilusión como de eterna infancia al saberse partícipe de ese falaz juego del que Mario le hacía participar. Si Mario era capaz de robarle unos versos al poeta Neruda, ¿qué no sería capaz de hacer por ella?
Quisiera hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos, murmuró ella. Después llega el vaivén, la cadencia serena y de nuevo el ángulo y el jarrón de azaleas, y Mario, y los versos. Y después, ella, la mujer que llena el mundo de flores, muere.
A su alrededor un sinfín de camillas van y vienen. Enfermeros azorados corren presurosos a coger vías, quitar vendas, poner suturas… Algunos familiares se adentran preocupados en los boxes, discuten con los médicos, con los auxiliares. Se oyen quejidos y vómitos al lado. De nuevo las sirenas homéricas de las ambulancias. Llega la noche y tampoco llega la quietud esperable. El trasiego del personal sanitario es imparable. De nuevo pacientes, aspirinas, suero, glucosalino, omeprozol, furosemida, nitroglicerina, metamizol…. Los aparatos son interminables y bailan a su alrededor: fonendoscopio, perfusores, bombas de infusión, monitores, manguitos, pulsioxímetros… Camillas, tracciones, más glucosalino y furosemida.
Y ella sigue allí.
Está veinticuatro horas en la camilla sin que ninguna persona del Servicio ni ningún enfermo se diera cuenta de que estaba muerta—según recogían al día siguiente los periódicos en la sección de noticias curiosas—.
No hay ninguna reclamación, ni nadie que se preocupe de ella. Muere acompañada del arrorró de los quejidos de los que sufren. Ella se prometió no morir sola. De esta manera fue velada por el chirrido de las camillas al pasar. El pasillo fue su aliado, el ángulo final en el que se supo descansar. Aunque no muriera sola nadie se acordó de cortar frescas azaleas y colocarlas a su alrededor. De este dato, no se hicieron eco los periódicos.