Cuando te vas haciendo mayor te das cuenta de que veranos como los de antes ya son una quimera. Aquellos veranos tirados al sol, la mayor parte de las veces sin protección solar y sin más horizonte que pasarlo bien; el rezo para que el día siguiente hiciera bueno y te permitiera vivir otro día como el pasado. Recuerdo que mi tiempo se iba en mi querido norte en pescar con aparejo (la caña era un lujazo), desplegar la toalla en la playa y montar en bicicleta. Todo lo demás no importaba. La cena, que rezumaba a veces sardinas, a veces salchichas y huevos, se convertía en un protocolo frente al televisor, en un tiempo en el que todos veíamos lo mismo con la misma sensación de plenitud y alborozo. Si llovía te buscabas la vida para pasarlo bien, yendo al monte, leyendo Los Cinco tumbado encima de la cama o haciendo alguna que otra jugarreta por el pueblo.
Cuando eras pequeño nadie te entretenía. Nuestros padres ni siquiera intuían que quizás podrían hacerlo. Nos conformábamos con que la cena estuviera preparada a una hora prudente, cuando el hambre ya hacía mella, y que te compraran un bañador o te dieran veinticinco pesetas para pasarla de madre.
Este verano de 2011 ha sido bien diferente. Creo que me he refugiado en mi cámara fotográfica y he contemplado de nuevo mi norte desde ella. No tengo ninguna noción sobre hacer fotografías, solo lo que la sensibilidad del momento me empuja a atrapar determinada parte de la vida que en ese momento me rodea. Si bien no podría decir que he disfrutado del verano como antaño, también es necesario decir que ahora tengo más matices que pueden llegar a conformar mi estructura. Más intelecto no quiere decir más sensación, por lo tanto.
De esta forma, como espigas desordenadas, me he encontrado con lugares reconocidos desde mi niñez que me hacen inmensamente feliz. Recogeré en los siguientes escritos todas estas esquinas de mi mundo que comparto y que os ofrezco como la lluvia le ofrece a la tierra su bendición.
Cuando eras pequeño nadie te entretenía. Nuestros padres ni siquiera intuían que quizás podrían hacerlo. Nos conformábamos con que la cena estuviera preparada a una hora prudente, cuando el hambre ya hacía mella, y que te compraran un bañador o te dieran veinticinco pesetas para pasarla de madre.
Este verano de 2011 ha sido bien diferente. Creo que me he refugiado en mi cámara fotográfica y he contemplado de nuevo mi norte desde ella. No tengo ninguna noción sobre hacer fotografías, solo lo que la sensibilidad del momento me empuja a atrapar determinada parte de la vida que en ese momento me rodea. Si bien no podría decir que he disfrutado del verano como antaño, también es necesario decir que ahora tengo más matices que pueden llegar a conformar mi estructura. Más intelecto no quiere decir más sensación, por lo tanto.
De esta forma, como espigas desordenadas, me he encontrado con lugares reconocidos desde mi niñez que me hacen inmensamente feliz. Recogeré en los siguientes escritos todas estas esquinas de mi mundo que comparto y que os ofrezco como la lluvia le ofrece a la tierra su bendición.
muy ilustrativo. podrías contar como nos presegias cuando queríamos hacer trastadas los mas mayores y no te queríamos llevar
ResponderEliminarEso sería un capítulo aparte... Cuánta razón llevas en ello, hermanito. Pero también, cuánto aprendí de la naturaleza, de los animales y de esa otra forma de saber divertirse que intuyo hoy día está desapareciendo. Por aquellos maravillosos años llenos de trastadas y curiosidad hacia todo lo que nos rodeaba.
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