Continuamos viajando. Pero hoy, en este escrito, de una forma bien diferente a la comentada en el anterior. Viajamos porque seguimos creyendo en la trashumancia, en un ir y venir de norte a sur y de sur a norte constantemente. Ahora bien, el sentido de esa trashumancia es muy distinto al original. Ya no es una necesidad creada por los ciclos estacionales para pasar el ganado desde las dehesas de invierno a las de verano, y viceversa. Ahora viajamos por otros motivos. Podemos hacerlo para ir a ver a nuestra familia y amigos, en el caso de que no vivamos en el mismo lugar; lo hacemos por trabajo, por motivos de salud, para asistir a unas jornadas que nos interesan o para ir a un concierto. Es muy sencillo. Cogemos coche, o avión o tren o cualquier otra forma de transporte y en un ratico llegamos a nuestro puerto, sea cual sea el motivo de ese viaje. Pero hay otra forma de viajar que desde hace unos años está calando en los hábitos de vida de muchas personas: el viaje como una necesidad vital. Ahora, que estamos en época estival y vacacional para muchos, los aeropuertos y carreteras se llenan de miles de seres que van de aquí para allá por el mero placer de visitar lugares, tener experiencias y conocer otras latitudes. No se paran ni un minutito. Tienen que ver tantas cosas, poner el pie en lugares tan distintos que ese viaje puede llegar a convertirse en una contrarreloj estresante y apabullante. Me da mucha pereza trashumar de esta forma.
Las agendas vacacionales las tienen repletas de lugares que se han de visitar. A las nueve están clavados cual estandartes en la puerta de la Galería Uffizi, para ver apretujaditos, el maravilloso Nacimiento de Venus que, como recuerda la guía, es obligado. Después se compran la tacita de café con esa pintura estampada y cuatro o cinco postales con otras obras de arte destacadas. Raudos y veloces se toman un sabroso capuccino (que cuesta un riñón y medio) para tomar fuerzas y no desfallecer, que aún queda ir a ver la catedral florentina. Entonces conocen a Brunelleschi y la compleja estructura de la cúpula a la que dio vida. Hormiguean de acá para allá llenos de folletos. Foto en los puentes, pizza típica y de nuevo algo más de arte en cualquier rincón de esa ciudad que te lo regala por sus cuatro costados. Rapidito que mañana nos vamos a Roma y tenemos cientos de cosas por visitar. El Coliseo también hay que verlo a vuela pluma, porque en una hora han de sentarse 30 minutos en las escaleras de la Plaza de España, para más tarde ir ahogados a la Plaza Nabonna, ir al Vaticano, admirarse con la Capilla Sixtina, ver en un segundo La Piedad y a todo correr a la archifamosa Fontana di Trevi, no vaya a ser que la cierren. Y así, en esta ágil y trepidante manera de visita, lo hacen con cualquier ciudad que se precie. Entonces yo me paro en seco y pienso: ¡Viva el arte! No tenía ni idea de lo importante que eran estas manifestaciones artísticas para algunos de mis convecinos. Me enorgullece vivir en un mundo en el que el arte tiene ese apreciado valor. Efectivamente, en las conversaciones cotidianas me encuentro con decenas de personas a las que les apasiona el arte en estado puro. Cuanto más antiguo y estudiado mejor que mejor. Rezumamos arte por los cuatro costados. De hecho, me es grato pensar que en la televisión los programas sobre arte deben de ser los más vistos, los de mayor audiencia. Lo he pensado después de reflexionar sobre este aspecto, porque hasta el día de hoy lo desconocía.
¿Y qué decir de aquellos que en el viaje se dejan enamorar por una naturaleza exuberante y exótica? De golpe y porrazo se vuelven geólogos, expertos en botánica y ecologistas a ultranza. Entonces, allí, en los Fiordos, entran en éxtasis y alucinan con la belleza del entorno. ¿Y qué decir de aquellos otros que en su ciudad o pueblo pasan al lado de un perrito y se echan para atrás, así como con miedo, y cuando van a Kenia, a Tanzania, son los más osados ante un león? Entonces se acordarán de Félix Rodríguez de la Fuente y disfrutarán de ese viaje-aventura como si fueran unos auténticos amigos de los animales. Mira aquel tigre, y aquella cebra... Foto va y foto viene y entre animal y animal un piscolabis en mitad de la sabana para seguir en pie.
En mis exiguos viajes he observado cosas parecidas a estas que acabo de comentar. Recuerdo cómo, una noche de julio, estaba sentado en la Fontana de Trevi (escribo fontana, en italiano, porque "fuente" me resulta extraño para un emplazamiento tan majestuoso) mientras contemplaba cómo decenas de turistas lanzaban la monedita, para seguir el protocolo, (yo también lo hice, claro está). Entonces, rodeado de multitud, pasó una señora (de procedencia oriental) con un niño de unos diez años. La señora se paró delante de la Fontana pero ni se dio la vuelta para mirarla. Solo posó para la foto que le hizo el niño. Después cambiaron los papeles y esta le hizo una foto al chavalín. Ninguno de los dos se detuvo a mirar la grandiosidad de la escultura. Acto seguido se marcharon, sabedores de que en su carrete de fotos llevaban ese preciado jugo con el que sorprenderían a sus amigos y familiares en su país de origen. Quiero pensar, que a día de hoy, y aunque haya sido al menos fruto de una curiosidad, ese niño se haya detenido a observar el bello monumento. Y cuando me refiero a "observar" quiero decir a sentirlo, a estrecharse con las formas clasicistas e incorporarlas de una forma más serena y necesaria a su experiencia de viajero. Estoy casi seguro de que mucha gente que no viaja, porque no puede o no quiere, puede llegar a sentir más de cerca el alma de los países, su historia, tradiciones, acervo o cultura que aquellos otros que se jactan de conocerlo todo aunque sea en forma de instantánea y plan de vacaciones apretado y obligado.
Viajar no es una necesidad vital. Nadie se ha muerto por no hacerlo. Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que el viaje de placer sea una tontería (resultaría envidioso y resentido porque en realidad no puedo viajar lo que me gustaría). No, no es una tontería en absoluto. Pero no sé qué sentido tiene viajar para estresarse aún más y ver para decir que lo hemos visto. Si no nos dejamos seducir por el arte, recrearnos serenamente con una iglesia que no aparece en las guías, dejarnos perder por caminos de tercera, observar una plazoletita con encanto sin ser famosa, charlar con el paisaje y el paisanaje con actitud de respeto y cercanía o dejarnos extasiar por una puesta de sol de las gratuitas, ¿qué sentido tiene ese trashumar? Esto es como aquellos que vienen de Irlanda o de las costas escocesas con caras de bobalicones por lo bonito del paisaje (que lo es) y no conocen o no se han percatado de que en nuestro país tenemos paisajes muy parecidos en belleza en mi adorado norte. Yo, que soy muy mío para estos menesteres, primero me dejo seducir por los acantilados imposibles de la Costa de la Muerte gallega o el casco viejo de San Sebastián que por otros lugares similares. A veces se desprecia lo nuestro y no se siente de la misma forma porque es como el cariño de una madre: sabemos que siempre está ahí. Ahora hay que aprender a mirarlo y, lo que es más difícil, a sentirlo.
Este viaje que hacemos ahora no es una necesidad vital, como he señalado, sino un dejarse querer sin más obligación que la de espigar sensaciones y aprendizajes que nos ayuden a complementarnos un poquito más. Es la trashumancia de los sentidos. ¿Qué plan tienen para el próximo vuelo?
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