miércoles, 27 de julio de 2011

Espadas como versos II: San Juan de la Cruz y su compromiso de Amor

Y el amor, de nuevo, me sumerge en San Juan de la Cruz y en todos y cada uno de sus versos. No son muchos, cierto es; sin embargo, cada uno es una armonía en el universo, la palabra exacta rescatada de la otra orilla ya inmortal para nosotros. Los versos de San Juan de la Cruz son la cima más alta que ha existido en las letras hispanas —permítanme esta rotunda afirmación —. No puede existir una perfección más alta entre un hombre y el universo poético encarnado.

El abulense Juan de Yepes y Álvarez nace en la primera mitad del siglo XVI con una sensibilidad desbordante en una familia humildísima. Este origen tan pobre, tan lleno de miseria le va a marcar toda su vida. No tuvo que ser fácil ni tan siquiera su infancia. Padeció de raquitismo (posiblemente por una mala alimentación debido a la hambruna del país en ese momento), de ahí su baja estatura. Se quedó huérfano de padre muy pronto, por lo que necesitó de todo el amparo de su madre para poder subsistir. Todos estos azares inquietantes del destino le llevaron a residir en el colegio de la Doctrina Cristiana, teniendo que pedir limosna en los mismos irremediables años en los que Lázaro de Tormes deambulaba por las calles salmantinas con el mismo cometido. Imaginemos, por lo tanto, cuánto tuvo que sufrir desde pequeño nuestro Juan. Las diferencias entre Lázaro y Juan son bien diferentes, no obstante. La madre de Juan es una madre protectora de los suyos y le infunde un sentido de la rectitud y un espíritu religioso auténtico. Si el llegar al buen puerto de Lázaro era llegar a deshonrarse, Juan desnudará su alma, su espíritu, de tal forma que nos legará todo el simbolismo en sus versos. Dos vidas coetáneas similares en su origen para dos soluciones bien diferentes.

Juan, en Medina, va a trabajar como mozo de enfermería, en la labor de cuidar a enfermos sifilíticos o con otras enfermedades venéreas. En este espacio, es más que probable que aprenda el arte de cuidar a otras personas y a conocer los recovecos de los amores humanos. Estos datos, anecdóticos en su biografía, puede que sean la piedra angular de su concepción del amor para los otros y para consigo mismo. Una vida externa de miserias y pobreza; una vida íntima de amor y cuidado. El verso, entendido como lenguaje de sentimiento y amor, es el único sendero de esta insoluble dificultad con la que nació. Podríamos ir más allá, como Gabriel Celaya, y apuntar que su poesía es comprometida, puesto que tiene más de teología aplicada que de retórica.

Es en 1577 el año en que encarcelan al Santo por una serie de conflictos jurisdiccionales entre los Carmelitas calzados y descalzos, en el seno de la Orden del Carmelo. San Juan, en una celda estrecha, con una luz que entraba apenas por un ventanuco, desgrana sin remedio palabras poéticas en su mente. No tiene dónde escribir, así que repite y repite las palabras, los versos, para no olvidarlos. El hedor de sus propias heces debe de chocar con la poética de su imaginación y aún así, persiste en adentrarse en los terrenos de los Amados, y en los paisajes deliciosos que engalanarán su Cántico. Su única asistencia espiritual en ese momento son sus palabras y los símbolos que crea. Un nuevo carcelero —quizás sea gracias a este gesto por el que nos ha llegado su delicioso Cántico— le entrega papel y tinta y entonces puede copiar esos versos que tenía grabados en su memoria.

Cuando no hay nada, brotan las palabras que le cuidaron y le acompañaron durante esa instancia en la cárcel. ¡Qué irónica es la vida en ocasiones! Tantas fortunas y tan poco legado. Tanta miseria, soledad e incomprensión y ahí, arrojadas, aparecen esas miradas amatorias del mundo compartido. Solo papel y tinta han sido necesarios para recrearnos en esa misma cena con San Juan.

Después huirá, se fugará de la cárcel del convento de los Calzados de Toledo. En esa huida en la noche —oscura— no podemos olvidar la emoción de la Esposa cuando sale presurosa tras el Amado:

En una noche obscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada;
   a escuras, y segura
por la secreta escala, disfrazada, […]

No es que trate de establecer una correspondencia biográfica entre el inicio de de Noche oscura y el momento de huida de la cárcel de San Juan; no tengo datos fehacientes para corroborarlo. Pero de lo que no cabe duda es de que nuestras vivencias conforman nuestras manifestaciones artísticas, independientemente del grado de excelsitud con que estas lleguen a consagrarse. La vivencia de la huida tuvo que ser traumática para el poeta, de ahí que algún eco (consciente o inconsciente) ha debido de quedar en la atmósfera de este poema divino, humano.

De entre todos sus versos destaco estos cuatro, por considerarlos la más bella expresión poética de nuestras letras:

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

En esta última lira San Juan ha alcanzado el estado de perfección místico; se ha unido irremediablemente a la idea del amor. Porque en el amor todo cesa en ese momento en que encontramos la armonía del universo al reclinar el pecho sobre la persona amada. Resulta curioso comprobar cómo, a pesar de la quietud de ese momento, es en esta  lira en la que nos encontramos más verbos. Esos indefinidos hacen que la atmósfera sea evanescente en ese instante sagrado al que llegamos después de la dificultad. El Amado no se nos representa de un modo visual, plástico. Parece, por un momento, que esa cortina de azucenas se interpone entre el lector y la pareja enamorada, como si de un pudor secreto de tratara.

Según cuentan algunos biógrafos del poeta, este, antes de morir, colocó la ropa de su cama con delicadeza, como si se estuviera preparando para una visita. Sus últimas palabras fueron: « Oh, qué preciosas margaritas.» Quién sabe si ese cuidado al que alude en la lira señalada sea su cama delicadamente hecha, y esas azucenas sean las mismas margaritas con las que se despidió de este mundo.

En otro verso suyo, aquel «un no sé qué que queda balbuciendo» encontramos los límites de toda su experiencia poética, el comienzo del fallecimiento de amor.

 No existe un paisaje mejor dibujado, descrito que aquel que canta:

Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos;
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

Toda una constelación de símbolos aparecen por doquier en estas dos  estrofas del Cántico espiritual. Este es el Locus amoenus buscado por todos los que somos mortales, es decir, por todos y cada uno de nosotros. El fonema /s/ es el viento que se acompasa al movimiento de este paisaje; nos envuelve en un susurro delicioso y sinestésico. Podemos oír el ruido del río y el silbar del aire.

El Cántico es un poema místico, no nos cabe la menor duda; pero  también seduce como un maravilloso poema erótico:

Gocémonos, Amado,
y vámosnos  a ver en tu hermosura
al monte y al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.

¡Qué extrañas estas palabras! Si no lo es, parece que hablan de otra cosa. Tan misterioso es hallar ese camino de perfección que quizás San Juan juegue con nosotros pareciendo que habla del amor humano, cuando en realidad hablaba del divino. O no. En palabras de Jorge Guillén  se recogen estas dudas que se plantean ante lo humano y lo divino del Cantar: «Los poemas [de San Juan de la Cruz], si se los lee como poemas —, no significan más que amor, y sus términos se afirman sin cesar humanos…» Puede ser que el poeta, para explicar lo inefable, tenga que recurrir al cuerpo de dos enamorados, transformados, en esa unión que es habitar el mismo cuerpo dos seres, en la unión a la que todos aspiramos. He aquí al Amado y a la Amada frente a frente, en conflicto ante la aventura de una pasión desenfrenada por lo que supone ese hallazgo del enamoramiento y la compenetración.

Pues si ya en el ejido
de hoy más no fuere vista ni hallada,
diréis que me he perdido;
que, ando enamorada,
me hice perdidiza, y fui ganada.

San Juan pretende, trata de explicar esta vida mística, desconocedor aún de los ecos que iba a dejar en toda la poesía amatoria posterior. Pero si San Juan es futuro, también es pasado, dado que concretiza en sus poemas toda la diversidad poética del siglo XVI y aquella otra anterior que aparece en El cantar de los cantares y la amatoria profana transformada a lo divino.

Este hombre humilde, nos recrea y enamora. Y con él,  los silbos amorosos, las majadas y los oteros, las almenas, los collados, los ciervos heridos, las noches oscuras, el secreto y a las despistadas azucenas. Gocémonos.

A la tarde te examinarán en el amor
San JUAN, Dichos de luz y amor


2 comentarios:

  1. Muy bien redactado y con una sensibilidad especial que tiene una gran profesional como tu.

    Agustin.

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  2. Gracias por tus palabras, Agustín. Yo solo soy un vehículo de esas palabras, la sensibilidad la ha aportado San Juan de la Cruz. Un abrazo.

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