miércoles, 13 de julio de 2011

Aviso por derribo

      Es cómodo adentrarse en el mundo creativo de aquellos artistas que nos llegan, que nos aportan sensaciones y experiencias en nuestra vida. Hay cientos, miles de libros, películas, arquitecturas, pinturas que nos seducen sin saber por qué. Establecemos una conexión íntima con el autor-creador de las mismas y nos hacemos seguidores en numerosas ocasiones sin condición. Ya no nos preocupa si la calidad de las mismas es aceptable o no. Decimos: es que esta es la nueva novela de Gª Márquez, o la nueva película de Almodóvar, sin cuestionarnos nada más que el origen de aquel o aquella que la la ha creado. A veces nos resistimos, con estos creadores nuestros adorados, a hacer un análisis más profundo, porque quizás esta vez nos haya podido defraudar. Pero el motivo de este escrito va por otros derroteros; esto es, las obras de aquellos que, por más que lo hayamos intentado, no nos llegan, no nos dicen nada ni mucho menos nos seducen de ninguna manera. A pesar de que los hemos espigado (sería imposible adentrarnos en las obras de todos los artistas del mundo) seguimos sin conseguir que nos recreen o nos empaticen. Vaya de antemano que este escrito se hace desde el respeto, desde el valor que todo artista tiene si lo hace con honestidad y veracidad.
     Rescataré desde mi experiencia algunos de estos artistas que no han conseguido ahondar en mí, ni aportarme nada, a excepción de ese intento frustrado. Con muchos de ellos he optado por tirar definitivamente la toalla en el combate.

     Gonzalo Suárez es un director de cine con una larga y avalada trayectoria. Nunca me ha llegado. No consigo adentrarme en su atmósfera, ni entender sus guiones, ni mucho menos simpatizar con los personajes creados. Es una pena, me dicen aquellos seguidores del director. Probablemente sea así. Yo me lo pierdo, pero por más que lo he intentado, nada. Recuerdo una vez que una amiga me dejó, para que visionara durante la Semana Santa, una película emblemática de el director titulada Remando al viento (1988). Me comentó que era un lujazo de película, que me iba a gustar seguro. Cuando empecé a verla me iba sintiendo incómodo puesto que no lograba encontrarle ese encanto que me había comentado esta amiga. A la hora iba pensando que me había tomado el pelo y que lo único que quería era gastarme una broma, al prestarme un film tan pesado y aburrido. Cuando le devolví la cinta (soy de los que devuelven las cosas) le dije que la broma había estado simpática. Ella, mi amiga María, no lo entendía. Se lo expliqué y ella me reprochó que en absoluto, que me la había dejado porque para ella era una película muy buena. Me quedé así como titubeando y le mostré mi parecer. Ante estas situaciones sobran las críticas cinematográficas o el intentar persuadir. No es no, y en este punto no hay mucho más que hablar. Lo he intentado con algunas películas más del director: El detective y la muerte (1994) y, a pesar de aparecer mi admirada Charo López, casi me duermo en el cine. Aburrimiento. Dije que nunca más cuando fui al cine a ver Oviedo Express (2007). Le di al director esta última oportunidad puesto que me gustaban a priori dos aspectos: el elenco de actores y el lugar de la ambientación, mi entrañable ciudad de Oviedo. A pesar de que las claves de este film giraban en torno a la novela La Regenta y que veía escenarios por los que yo había transitado a menudo en mi época de estudiante, no consiguió decirme absolutamente nada. Bueno, sí, me moría de risa en en el cine (cosa que no es poco) por lo que a mí me parecía un sinsentido de guión, un sinsentido de situaciones absurdas y caóticas.

     Una escritora, por tocar otro palo artístico, que no consigo seguir ni muchas veces entender es la respetada y fructífera Almudena Grandes. Lo he intentado con varias de sus novelas y no he conseguido terminarlas. Su estilo es correcto y la intención de sus historias también lo es; lo mismo me pasa con los artículos que publica en El País. Por más que lo intento se me quedan en agua de borrajas. No empatizo con su escritura, con las situaciones planteadas, me da sopor. ¿Por qué? ¿Qué mecanismos nos hacen simpatizar con unos escritores y con otros quedarte a las puertas de su mundo creativo, de su imaginario? Si esta autora, por ejemplo, es considerada como una buena muestra de narrativa contemporánea española, exalzada por parte de la crítica y un gran público, ¿por que me cuesta tanto leerla, adentrarme en su mundo literario? ¿Por qué no consigo terminar un artículo de ella aunque tenga una sola página? No tengo ni idea, pero la realidad es que me aburre y me cuesta seguir su hilo de cometa. Vaya, no obstante, mi admiración hacia ella por lo difícil que es llegar al podio literario en el que se encuentra.


     Un tercer ejemplo que rescato, en este caso de creación arquitectónica, es el de Santiago Calatrava. Creo que  muchas de sus obras son un despropósito arquitectónico. A primera vista, el envoltorio te puede seducir, puesto que es llamativo y diferente. Si vas acercando el ojo a las grandes moles (bastantes de ellas en serie,  con mucha menos imaginación que la de un niño con un Lego) te das cuenta de que quizás no es ni arquitectura, sino ingeniería y, lo mismo da que esté en Valencia, Santa Cruz de Tenerife u Orejilla del Sordete. El edificio se pone allí y punto, porque sí, porque es de Calatrava... Por favor, no me vendan lo que no es. ¿Qué pinta el Auditorio de Tenerife con ese blanco cegador, al lado del puerto de la ciudad? ¿Es acaso una prolongación visual de la refinería que está un poco más arriba? Ellos, los políticos, lo imponen y después se olvidan, porque no hace falta más que echar un vistazo para ver que la costa que lo rodea está sucia de petróleo y es maloliente. ¡Qué Locus Amoenus para el arte! Eso es, lo mismo da ubicarlo en ese emplazamiento que en cualquier otro. No hay integración paisajística de ningún tipo. Tampoco creo que les importe (de nuevo a los políticos), porque ya tienen el Calatrava, no vaya a ser que seamos menos.

Espejismo urbano

     Un caso agonizante es el Palacio de Congresos Princesa Letizia de Oviedo, también del arquitecto comentado. ¡Un horror! ¡Una arrogancia de formas y firma! No hay matices. Un despropósito que afea la ciudad. Lo peor es que es casi imposible no verlo. Antes me encantaba subir hasta el Monte Naranco y, desde allí, dejarme extasiar por la vista de mi Oviedo. Ahora, la última vez que he subido, mis ojos van sin querer al monstruo níveo y no consigo alcanzar a ver otra cosa que esas alas como de OVNI trasnochado como si fuera una mala película de ciencia ficción.

 
    Maldita moda, reflexiono a colación de este tema,  desde hace unos años en nuestro país de poner, por parte de las Diputaciones o ayuntamientos, edificios de arquitectos celebrados. Toda ciudad que se precie tiene que tener algo de Calatrava, Foster, Gehry, Moneo, o esculturas del tipo Botero, Úrculo, Chillida y un gran etcétera. Algunos de estos arquitectos, escultores, artistas, son grandes, maestros en su materia, casi genios, pero de ahí a que los ayuntamientos se gasten lo que se gastan hay un trecho que habría de ser considerado. ¡Con la de artistas desconocidos que existen que nos harían grandes obras por mucho menos de la mitad de dinero! En fin, una cuestión que dejo en el aire.

     Sigo con el hilo del escrito. Ahora me adentro en la pintura, arte este que desde pequeño me ha seducido, por más que mis trazos en papel se limiten a cuando hacía párvulos. Pero eso no quita para que me deje embriagar por cientos de pinturas que forman parte de mi subconsciente. Sin embargo, no conecto con el admirado y reconocido más allá de nuestras fronteras Joan Miró. Admiro la combinación de colores, lo decorativo que pueden llegar a ser sus cuadros, pero no consigo ver mucho más allá. No me hacen reflexionar ni sentir. ¡Una lástima! De nuevo, lo que me debo de perder.

     ¿Y qué decir de Mariscal y su famosísima mascota Cobi y otras lindezas? Nada de nada. Que no llego, que me parecen ideas creativas que no calan más allá que la de decorar una bolsa de FNAC o una carpeta de colegial.
    
     A veces no comprendemos una obra de arte determinada porque no podemos alcanzarla por barreras culturales o interculturales. Aunque otras veces es una incomprensión que nos deja mudos, sin explicaciones. A esto es a lo que me he referido en este escrito. Gonzalo Suárez, Almudena Grandes, Santiago Calatrava, Joan Miró o Mariscal son muy buenos en lo suyo, según los otros. Ese tema no lo cuestiono. Pero cuando algo no nos roza el sentimiento, no nos abarca, ¿para qué ocultarlo? Quizás, pasado el tiempo, algunos de estos artistas lleguen a enamorarme. Con algunos otros me ha pasado. Al darles una segunda oportunidad (o tercera)al final han ido calando en mi experiencia de espigador en este nuestro universo artístico. Señalaré un ejemplo: la primera vez que vi, en el cine, la película de Coppola Drácula, me pareció un disparate porque rompía con el personaje de mi imaginario y de mi lectura. Pasados unos años, y de casualidad, la volví a ver, pero esta vez con otros ojos. Entonces me enamoré del film; me subyugó tanto que me dejó extasiado esa Mina con el cuello en flor ante el Conde, con esos océanos de tiempo que, con paciencia, tuvo que esperar para encontrarla. La fotografía del film, la excelente banda sonora, sus actores-personajes, el mundo recreado por el maestro Coppola se me quedaron hincados en mi memoria.

     El tiempo todo lo recoloca y ordena -se dice-. Espero que ese tiempo me ayude a reconciliarme con aquellos artistas que a día de hoy no logro saborear. Al fin y al cabo, el gran perjudicado soy yo. Solo una última cuestión: ¡Por favor! ¿Para cuándo el derribo del Palacio de Congresos Princesa Letizia en Oviedo?


  Esto no me gusta, esto sí


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