Tengo dos lugares predilectos para observar las conductas humanas y sus relaciones. Estos
lugares me han servido para captar ese instante del encuentro entre amigos, amantes, infieles, solitarios o necesitados. Esas dos atalayas han sido los cafés y los bancos que están en cualquiera de las avenidas o parques que he visitado.
Te sientas en un café, con el propósito de descansar, de leer un rato el periódico o de degustar la magia del local y te dejas estar. Entonces aparece una persona que por algún motivo desconocido te llama la atención y la persigues con la mirada, discreto, intentando que no se te note. Esa persona que ha llegado se sienta y cruza unas palabras con el camarero para pedirle algo. Duda, mira la carta, mira al camarero y señala algo que le apetece. Pasan unos minutos y se le ve vacilante. Mira el reloj y nadie aparece. Hojea distraídamente una revista que ha cogido del bar, o mira el móvil, apunta algo en un cuadernito de notas (los más modernos en su blackberry) o simplemente se dedica a mirar a otros que él o ella ha elegido como yo lo he hecho. Al poco aparece otra persona y se dirige a su mesa y se saludan. Este es el momento que quiero rescatar. ¿Cómo nos saludamos? ¿Qué desprenden nuestros gestos y nuestra actitud ante esa forma de decir que estamos ahí y que te estábamos esperando?
Hay infinitas maneras de abordar el encuentro. Depende de tantos factores como de relaciones humanas. Los amigos que hace tiempo que no se ven y se aprecian tanto que se abrazan fuerte. Se detienen un tiempo en esa estrechez de los dos cuerpos. Un brazo que acerca al amigo a su pecho, el otro por la cintura, y los rostros muy cerca del cuello, detenidos, como en un pensar cuánto te aprecio y cuánto te echo de menos. Por eso el mundo parece detenerse en ese instante en el que se aprietan férreamente, sin prisas, sin desdobles.
En otra mesa otras dos personas se encuentran y su saludo es más ágil. Uno de ellos llega y se acerca al que esperaba y le da un simple beso, rápido y fugaz pero tierno. Se aprecia que tienen una relación diaria y que ese es un gesto cotidiano.
Muy cerca se encuentran a su vez otras dos personas. Una de ellas duda y se va acercando lentamente, como con pudor. Intuyo que es una de las numerosas citas a ciegas que hoy día provoca el encuentro de Internet. Esbozan una gran sonrisa por ese querer agradar. Se tocan ligeramente el hombro sin son dos chicos, o se dan un tímido beso apenas con roce si se trata de un hombre y de una mujer. Ese podría ser el primer encuentro de un amor apasionado, o de una noche que termina de forma precipitada después de un coito frío pero no por ello necesario, o de un primer contacto a las puertas de la amistad.
Salgo de la cafetería y después de caminar distraídamente, no tengo ninguna prisa, me siento en un banco estratégico para ver pasar la tarde y, con ella, a cientos de personas que van de acá para allá en el trajín de un día cualquiera. Me encuentro con gente que no tiene paisaje y que se me diluyen como acuarelas borrosas entre la multitud. Pero siempre hay alguien que brilla en este pasto de cemento de la tierra. Alguien que también espera en una esquina señalada de la ciudad y que su encuentro será parecido al de la cafetería. Alguien que se encuentra por casualidad con una persona conocida y de nuevo salta ese mecanismo que tenemos aprendido por imitación de conductas. Se nota en su lenguaje no verbal si se aprecian; si se han parado por obligación y su cuerpo denota que llevan una prisa fingida, como de no querer pararse mucho. Mientras se despiden ya se van separando y hacen gestos alzando los brazos como para reencontrarse de nuevo, sabedores de que todo es una farsa y de que no tienen ni la más remota gana de volver a encontrarse porque se incomodan mutuamente, o simplemente porque ya no se tienen nada que decir.
Un escenario maravilloso en nuestra cercanía con los demás es la terminal de llegadas de los aeropuertos. Ahí sí que he observado esos reencuentros que son férreos y empañados de lágrimas de emoción. El instante del abrazo dura bastante. Los rostros están tan cerca que se dejan rozar, complementarse con el otro rostro de una forma sólida y duradera en la mayor parte de los casos y circunstancias.
¿Por qué percibimos todos estos matices aunque no escuchemos lo que están diciendo? No solo son los gestos (lo no verbal quinésico, dicen los expertos en la materia) los que nos arrojan señales de estas variopintas conductas humanas, sino también el uso que hacemos de nuestro espacio (signos proxémicos) y de nuestro tiempo (signos cronémicos).
Efectivamente, el abrazo es sagrado, el toqueteo con las manos, la dirección de los ojos, su intensidad, la distancia que mantenemos con las personas con las que interactuamos, los silencios, las pausas, los chasquidos, la rigidez o distensión de nuestro cuerpo, etc. son fundamentales a la hora de percibir esa amalgama de relaciones. Movimiento, distancia y tiempo son la tríada que nos pueden delatar en ese sutil misterio que son las relaciones humanas.
Y todo ello, ese encuentro en los cafés, los aeropuertos, las estaciones de tren, de metro, las esquinas de nuestra ciudad, los cementerios o los hospitales, todo ello es como nuestra propia lengua silenciosa. Digo nuestra propia lengua, porque desde luego, donde nadamos como pez en el agua es en el territorio del español para aquellos que somos nativos de este código. Si saltamos fronteras y culturas todo lo dicho anteriormente va a variar considerablemente. Nuestra manera de tocar y acercarnos al mundo es cultural e idiosincrásica. Si viajamos a Japón, por poner un ejemplo extremo, todo lo comentado en esos encuentros de los cafés va a ser my diferente. Esto no es ninguna novedad. Sin embargo, a veces nos empecinamos en no entenderlo y es entonces cuando ponemos la etiquetita a otras culturas. Es que los alemanes son muy fríos, o los árabes me miran tanto que parece que me desnudan, o los japoneses es que ni se tocan. Pues bien, ni los alemanes son fríos (los habrá, como en España o Cuba), ni los árabes te quieren desnudar, ni los japoneses tienen ningún problema que les impida tocar. Son tan solo diferencias culturales aprendidas desde que nos relacionamos en un determinado país en el que hemos crecido y degustado la leche materna.
De lo que no me cabe la menor duda es de que a todos los habitantes de este planeta nos gusta el tacto, el roce y la mirada, sea cual sea la forma en que nos acerquemos, nos miremos o nos rocemos. Y es en la forma del abrazo en donde no podremos mentir ni mentirnos.
!Que bonito Juan Carlos! A lo lejos alguien escucha, a lo lejos...Danielle
ResponderEliminarY no veas, Danielle, lo que me alegra que me escuches. En esto precisamente reside la Amistad, en saber escuchar...
ResponderEliminarA mi me encanta el tacto, el tocar al otro... lo malo es que a veces pueden surgir malas interpretaciones. Pero me seguiré arriesgando, lo reconzco, soy un tocón!! jejeje Besos!!
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