El mundo, nuestro mundo, es decir, la Tierra, no es otra cosa que un atlas extendido en la pared de tu habitación. Veo gente correr en la derecha (según un punto de vista), en Indonesia, al azar, en Samarinda. También la encuentro agitada un poco más al norte, pongamos por caso en Seúl, en Daegu. Seguimos con el azar y nos vamos a la otra parte, a la izquierda más radical. Ponemos como ejemplo Bolivia y su Cochabamba. Allí otra gente, otras preocupaciones, otra forma distinta de deambular. Me sugiere de nuevo, el azar, mirar mi mapamundi e irme de frente a Zambia, a Kitwe o Kasama. Y me vuelvo a ir al norte (de Zambia), a Uganda, y me detengo, asombrado en Kasese, donde de nuevo la gente va y viene, llega y dice adiós. Mis ojos se pierden de nuevo en el atlas extendido y me cuesta ver Islandia, tan arriba. Me pongo de puntillas y me asombra Höfn, por su fonética tan particular. Me admira ver a sus habitantes moverse de la misma forma en todos los puntos cardinales. Y yo no me muevo. Permanezco atento en esta ciudad canaria. La localizo y es muy pequeña. Apenas la distingo en el batiburrillo de nombres que están escritos en mi atlas. Está perdida en los dos costados del Atlántico. Entonces me pregunto dónde estoy, qué fronteras tiene mi Espacio. Me levanto y no encuentro mi rostro en el espejo. Estoy, pero no soy.
Todo -me dijeron una vez- me devora.
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