martes, 2 de agosto de 2011

Personas con complejos: ordeno y mando

                       Uno de los principales escollos con el que nos encontramos las personas a la hora de

relacionarnos es estar o ser  acomplejado. El complejo es algo irracional, algo que surge por comparación con los otros y que nos hace sumirnos en algo parecido a la infelicidad. Si nos sentimos acomplejados nos sentimos inferiores al resto, con las consecuencias negativas que puede llevar para nosotros mismos y para nuestro entorno.

Nos asaltan complejos físicos por tal o cual característica externa, que no se adapta a los moldes establecidos en una determinada cultura y en tiempo concreto. Las clínicas de estética se multiplican por doquier para paliar ese aspecto torcido. El problema —pienso— no es corregir ese defecto, sino aprender a querernos tal y como somos. Únicos e irrepetibles. Entiéndanme, no tengo nada en contra de las operaciones de estética; es más, las encuentro incluso beneficiosas si no se llega a caer en el patetismo. El problema es ese no quererse por comparación, puesto que esos complejos pueden llegar a influir y a condicionar no solo la vida del que lo sufre, sino, como he señalado, su relación con los demás.
Pero no solo encontramos complejos físicos, sino de diversa índole: complejos en la pareja (uno se siente inferior al otro y surgen, inevitablemente, problemas), en el trabajo (los otros siempre lo van a hacer mejor), entre amigos, en comparación con otros familiares, Peter Pan, edipo, electra… Así, la relación de esa persona que sufre ese complejo va a ser muy difícil de sobrellevar. Y digo difícil porque el ser acomplejado puede llegar a ser hiriente con los otros, a tener conductas extrañas e inexplicables o, en el peor de los casos, a convertir su propio estigma personal en un arma arrojadiza y despiadado con aquellos a los que cree superiores. Entonces es cuando esta persona atormentada va cubriendo esas carencias al instalarse en el pedestal de la prepotencia y el despotismo.
Estoy seguro de que muchos de los mandatarios (vamos a decir ya, desde este punto, dictadores) que han gobernado o gobiernan países son personas tremendamente acomplejadas. Un caso particular es el que Desmond Morris, en El zoo humano, 1970, Plaza & Janés,  atribuye a mandatarios tan destacados como han sido Hitler o Napoleón. Su enredada relación consigo mismos y con las gentes que vivieron bajo sus órdenes sufrieron, probablemente, las carencias íntimas de estos dos seres humanos. Leamos estas palabras del libro señalado:
«Una cuestión final sobre el sexo de status: resulta intrigante descubrir que ciertos individuos provistos de una manifiesta vasta ansia de poder padecían anormalidades sexuales físicas. La autopsia de Hitler, por ejemplo, reveló que sólo tenía un testículo. La autopsia de Napoleón puso de manifiesto las "atrofiadas proporciones" de sus genitales. Ambos tuvieron una vida sexual poco común, y no puede uno por menos de preguntarse cuánto habría cambiado el curso de la Historia europea si hubieran sido sexualmente normales. Al ser inferiores por su estructura sexual, fueron quizás empujados a formas más directas de expresión agresiva. Pero, por extrema que llegara a ser su dominación, nunca podía saciarse su ansia de súper status, porque, independientemente de lo que consiguieran, ello no podía darles jamás los genitales perfectos del macho dominante típico. Aquí se cierra el círculo del sexo de status. Primero, la condición sexual del macho dominante es tomada como una expresión de la agresión dominante. Luego, se vuelve tan importante en este papel que, si existe algún defecto en el equipo sexual, resulta necesario compensarlo cargando aún más el acento en la pura agresión.» Capítulo III. 10. Sexo de estatus.
Creo que el párrafo rescatado puede hacernos entender esa agresión a la que se puede llegar por no saber encajar bien las piezas del puzle que a cada uno le ha tocado vivir, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Desde luego, la lista de mandatarios acomplejados sería extensísima y muy, muy ilustrativa para la tesis de este escrito. Si tiramos del hilo podríamos hablar de Franco y de su baja estatura, así como de su voz meliflua, —tan extraña para un hombre de su condición—, de lo rechoncho de su cuerpo, de esa cara de eterno mediodía sin sustancia ni atractivo. Y qué decir de actuales políticos que subyugan a su pueblo en aras de un nacionalismo trasnochado y apocalíptico. Véase el caso de Hugo Chávez: maleducado, grosero, terco en sus ideas y poco dialogante. ¿De dónde le vendrá esa actitud altiva que trata de camuflar con el “compañerismo” que dice tender a sus conciudadanos?
Para muchos de nosotros George Bush ha sido también uno de esos mandatarios torpes y ridículos en su compostura. Yo diría que es un acomplejado que ha tratado de salpicar sus miedos allá por donde pisaba, es decir, por todo el mundo. No podría saber, ni tengo la intención de hacer, ninguna teoría psicoanalítica sobre esos miedos o fracasos personales que, sin duda tiene que tener, a la vista de su actitud y comportamiento en muchas decisiones cruciales para su país y el resto del mundo. Pero lo que sí notaba era  la actitud de un ser inseguro, con lagunas considerables culturales. Un traje y corbata que se le quedaban grandes. Estoy seguro de que si se hubiera quedado en su rancho de Texas, sin más horizonte que su ganado y sus pastos y el amor a su mujer, todos habríamos salido ganando, incluido él mismo.
También puede ser que el poder, esa esfera anhelada por muchos, esa teta que todos quieren mamar, pueda llegar a cambiarte la percepción de las cosas y de ti mismo, instalándose un complejo grandilocuente, megalómano. Esto es, creo, lo que le ha llegado a pasar, al dialogante y aparentemente tierno Rodríguez Zapatero. Poder no es saber, y él, pienso, ha llegado a confundir estas dos acciones. Creía que al poder, sabía; y se coló.
 Si en el poder de personas individuales asistimos a un paroxismo desbocado de traumas y miedos, ¿qué decir de los países? Como he señalado recientemente en una entrada sobre Somalia y su hambruna, unos países se especializan en ganar y otros en perder. Aquellos territorios que se creen inferiores les asalta la duda y lo revisten de nacionalismos trasnochados y anclados en el pasado. Sacan a sus muertos centenarios para arrojar, como balas ácidas, teorías en contra de una situación que dicen no les corresponde.
No voy a abordar, al menos de momento,  este vergel de los sinsentidos nacionalistas pero sí que sería bueno replantearse si bajo esos territorios infunden a las personas un sentimiento de inferioridad y complejo y, por ende, de odio. Observo diariamente, sin salir de mi país, personas que se creen que lo suyo es lo mejor, que su tierra es la más agradecida y hermosa y que el resto  les importa un pimiento. Desdeñan otras culturas para reivindicar la suya y tienen miedo, sí, esa es la palabra. Pero, ¿miedo de qué? Escapan de lo que ellos consideran un nacionalismo imperante para refugiarse en otro y mientras tanto, se desprecia, humilla y mata al vecino.
El nacionalismo se cura viajando y abriendo los ojos al resto del mundo; el complejo mirando dentro de nosotros mismos y valorando lo que somos, la fuerza que toda vida posee, única e insustituible, irrepetible y perecedera. Querámonos un poquito más, esa es la cuestión.

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