viernes, 12 de agosto de 2011

Locura, violencia, pobreza y miedo en Platero y yo

En algunas ocasiones parte de la crítica y del juicio de muchos lectores ha visto en Platero y yo la imagen de un idílico burro, revestido de algodón y de ternura que refleja un paisaje andaluz romántico. En realidad, sin embargo, este idilio se transforma en una elegía; una elegía andaluza que lamenta la universalidad del hombre y en particular la de un hombre y un burro.

Platero, el burro Platero, lleva sobre su lomo la carga de un poeta y al mismo tiempo el destino de su tierra: el Moguer real, con sus costumbres rituales, sus hipocresías, complejidades, degradaciones, injusticias sociales y paisajes poéticos. Esta tierra presentada, aparece dividida en dos tiempos, el Moguer recordado y el Moguer presente, los recuerdos de la niñez y la nueva conciencia del adulto. Hay pues, en el libro, una constante superposición de dos actitudes, la del niño y la del hombre, la del mundo ingenuo e inconsciente, y la del mundo adulto, consciente del dolor, el sufrimiento y la muerte. Así pues, la función del adulto es ir educando al niño, a Platero, en su camino de perfección hacia Dios. Existe en Platero lo que cabe llamar una intuición poética del cristianismo. Vivir en Platero y yo es vivir religiosamente, lo cual significa vivir cristianamente, entendido y sentido por los krausistas españoles  como la exaltación del valor y la dignidad del hombre.
“Parece, Platero…, que otra fuerza de adentro más altiva, más constante y pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las estrellas.” (en «¡Angelus!»)
“¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre de piedra tosca con remate de plata libre!” (en «Noche pura»).
La crítica Karen A. Oram¹ extrae como conclusión sobre la religiosidad de Platero que así como Jesús siguió la senda profética hasta el Gólgota y abrió ante el hombre una vislumbre de salvación, el escritor y el asno siguen el poético sendero hacia la realidad, dando al hombre una nueva dimensión y visión de la vida.
Es en esa comunión espiritual entre los dos personajes principales del libro en donde la crítica ha encontrado una relación con las estaciones del Vía Crucis. Nos encontraríamos en esas calles de Moguer cuatro viacrucis que están tratados al servicio del contenido temático de la obra:
1.      LA LOCURA
2.      LA VIOLENCIA
3.      LA POBREZA
4.      EL MIEDO
Recorrer estas cuatro estaciones, teñidas de una acusada religiosidad, es parte del más amplio viaje del poeta y el burro hacia la oscura, la misteriosa región de la deseperanza. A ambos protagonistas, la sordidez de la locura, de la pobreza, la cruel violencia o el miedo les afecta en lo más íntimo pero aún así, la añaden a su carga de lirios y mariposas; recogen con su experiencia vivida esa crueldad y necedad de las actitudes humanas, el horror de ese pequeño universo de Moguer y lo suman al peso de las cruces que llevan por el camino que conduce a la eternidad.
La primera estación de este particular viacrucis es LA LOCURA, como hemos apuntado. Ya desde la dedicatoria de la obra nos encontramos la primera referencia:
“A la memoria de Aguedilla. La pobre loca de la calle del Sol que me mandaba moras y claveles.”
Observamos, en esta locura, un recuerdo de los pasajes del Nuevo Testamento que muestran la compasión de Cristo por la deformidad humana, la dolencia extrema, los tarados o marginados.
De esta manera la crítica Karen A. Oram apunta: “El libro está escrito para una muchacha loca, no para un niño de la luz del día que nada sabe de tormento, penalidades y crueldad. Está escrito para el iniciado, el de nocturnos hábitos, el extraño, el de las complejas rutas interiores, el que no se ajusta a ser lo que todos los demás; y hay algo de esa tenebrosa locura en lo profundo de su propia textura poética.”
La segunda estación del viacrucis es LA VIOLENCIA. En el capítulo «Mariposas blancas» pasamos rápidamente de un idílico día a la noche púrpura llena de sombras, de fragancia de hierba, de canciones, de cansancio y de anhelo. De repente, aparece un hombre “oscuro” con una gorra y un pincho, de “cara fea” que quiere clavar ese pincho en el seroncillo de Platero. Pero al abrir la alforja el hombre “oscuro” no consigue ver nada. Ese hombre de la noche es ciego para esas blancas mariposas traídas por el poeta y el burro.
En el tercer capítulo, «Juegos del anochecer», JRJ nos presenta a unos chiquillos que juegan a asustarse, a ser mendigos. A otros a ser cojos, para más tarde ser príncipes de cuento. Uno de ellos dice:
“—Mi pare tié un reló e plata”
Y otro dice: —“Y er mío, un cabayo.”
Otro:
“—Y er mío una ejcopeta.”
Tras el juego de los niños permanece el poeta en pie pensativo, amargo, agnóstico, con una interpretación propia de tonos más oscuros:
“Reloj que levantará la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria…”
Estos niños son la POBREZA, la tercera estación del viacrucis de Moguer.
Continuando su camino, encuentran una cuarta estación del Vía Crucis, que puede ser designada como MIEDO. Con la pura, blanca luna llena siguiéndoles, Platero y Juan Ramón entran en la cañada de las Brujas. Platero tiembla y entra en un arroyo, quebrando la imagen de la luna en minúsculos fragmentos que dan la impresión de que un enjambre de claras rosas de cristal trata de retenerlo. Platero sentirá ese miedo a menudo en el curso de la narración. Este miedo parece ser dotado de forma e intención y, junto con la muerte, la constante de las estaciones del viacrucis de Moguer.
Recorrer las estaciones del viacrucis de Moguer, sufrir una herida, ser llamado loco, anhelar, ser un príncipe de cuento… todo esto es parte del trayecto del borrico y del poeta hacia la misteriosa región de la soledad y la desesperanza.
En esta sociedad moguereña se nos plantea el tema bíblico de la persecución y de la injusticia dirigidas especialmente hacia los abandonados e indefensos. Moguer es un mundo necesitado de un ideal redentor. Y es en ese mundo en donde entra el poeta “vestido de luto, con mi barba nazarena”. El poeta, como Cristo, es malentendido y perseguido por los niños pobres que le gritan “El loco”. Si Cristo vino a la tierra para atender, sobre todo, a los pobres, los enfermos y los desgraciados, Platero y su amo han venido para atender, con amor cristiano, a las criaturas más desamparadas, como La Tísica, La niña chica y Sarito.
Es en este contexto en donde podemos apreciar mejor el valor de Platero y yo como texto literario de su tiempo. De hecho, otros críticos han analizado la conjunción entre el espíritu franciscano de los seres y la naturaleza y Platero: por esa humanización del burro, por la humanización de otros animales y por la comparación establecida entre el hombre y otros seres que pueblan Moguer. Esto es el recogimiento de una armonía universal, poéticamente descrita.
En Platero y yo los opuestos son alianzas que están en constante movimiento para el lector. Vida y muerte van unidas de la mano de la infancia y del mundo de los adultos. Incluso Platero muere en ese mediodía :
“A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban en el cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza…” (CXXXII)
El tema subyacente de Platero es el tema de muerte y resurrección como proceso de metamorfosis. Muerte que es posterior al dolor y a la crueldad y que es determinante para la redención del asno y del poeta.
Así, por ejemplo, en el capítulo titulado «La púa» se describe un curioso incidente que relata la extracción de una dolorosa espina del casco de Platero. También, en «El loro» el médico cura la herida que accidentalmente se hizo a sí mismo un cazador. En estos capítulos el dolor y el sufrimiento no son gratuitos, sino vistos como resultado de una condición específica: enfermedad o defectos de nacimiento, acciones premeditadas, niños pobres que atormentan o torturan animales viejos o enfermos.
En la crítica hacia la crueldad llega incluso a abarcar las corridas de toros:
“¡Venían locos, Platero! Todo el pueblo está conmovido con la corrida […] A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad con sol, en ese hueco claro del día, mientras diestros y presidentas de están vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nos iremos por la calleja al campo, como el año pasado […]”
Quizás este libro haya pasado a formar parte de nuestras letras en una forma un tanto ingenua y edulcorada. Pienso que, pese a todo, abunda más la pena que la alegría. Si este libro ha pasado a convertirse en un clásico es, en parte, a que todos, estamos condenados, inexorablemente, a deambular por esas cuatro vías bien de cerca o de soslayo.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Nota: ¹Oram, Karen A. “Platero y yo. La doble misión de Juan Ramón Jiménez”, Cuadernos hispanoamericanos, núms. 376-378, 1981.

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