"A ti la dama, la audaz melancolía, que con grito solitario hiendes mis carnes ofreciéndolas al tedio. Tú, que atormentas mis noches cuando no sé qué camino de mi vida tomar... Te he pagado cien veces mi deuda. De las brasas del ensueño solo me quedan las cenizas de la mentira que tú misma me habías obligado a oír. Y la blanca plenitud, no era como el viejo interludio y sí una morena de finos tobillos que me clavó la pena de un pecho punzante en el que creí, y que no me dejó más que el remordimiento de haber visto nacer la luz sobre mi soledad".
Estas palabras, maravillosas, pertenecen a uno de los personajes comentados en el anterior escrito. Vuelvo a inmiscuirme por una ventana que nos transporta a ese personaje del film, Léolo, que me dejó atrapado. Este es El Domador de Versos, uno de los espigadores de la ficción que más bien ha hecho en este nuestro universo compartido. Palabras en off que dejó escritas el protagonista. El Domador que hurga en las basuras cree que las imágenes y las palabras deben mezclarse en las cenizas de los versos para renacer en la imaginación de los hombres. Busca y rebusca como un Don Quijote de desechos poéticos los intersticios de la imaginación. Domador de palabras, hogueras, domador de historias que hace suyas, de cartas y fotografías.
Domar en ocasiones la vida puede ser un acto de fe, si se hace con respeto y empatía. Domar la vida de los otros es reconocer esa otra existencia y hacerla cómplice de la nuestra; crear una especie de justicia poética ante el dolor de los demás, máxime cuando ya no están.
Recuerdo una vez que fui domador, aún sin saberlo. Era de noche y caminaba por las calles de Oviedo. Entre cajas amontonadas me encontré un montón de fotografías en blanco y negro que parecían el álbum de una historia familiar. Caras anónimas se me revelaban en elipsis temporales (¿qué habría pasado entre tanto en sus vidas?) entre una y otra foto. La indumentaria de la época (entre los años 50, 60 y tal vez 70), la forma de relacionarse entre las personas que aparecían, los peinados, el estatus social al que podrían haber pertenecido, sus gustos y preferencias, los amores sentidos... Me encontré, repito, con ese fardo de fotografías y me quedé ensimismado mirándolas. No entendía nada. Seguro que todas, o la mayor parte de esas personas estarían ya muertas, de ahí que hubieran ido a para a la basura. Las fotos estaban bien cuidadas, como las de cualquier familia que se precie de poseer ese irrepetible bien y las cuide como si de su alma se tratara. Pero el hecho factible es que estaban allí, tiradas, y después en mis manos. Miré al edificio que estaba enfrente de los contenedores. Era alto, imponente, en una buena zona de la ciudad cerca del Hotel de la Reconquista. Volví a mirar mis manos llenas de una historia familiar ajena a mí. Entonces me invadió la tristeza. Me vi reflejado en las instantáneas de esas personas que en otro tiempo fueron felices; lo destilaban sus rostros. Me invadió la tristeza, repito. No tuve el valor de volver a ponerlas donde me las encontré y me las llevé sin saber qué haría con ellas. Ese fue mi acto de justicia poética. Me sentía, en parte, salvador de los recuerdos de una familia anónima con tan triste final. Tan triste como una lápida plagada de caracoles.
Durante años, esas fotos estuvieron deambulando conmigo en los distintos lugares en los que viví, hasta que al final se quedaron guardadas en una caja con otros recuerdos míos en mi casa familiar. Un día, haciendo la limpieza anual de los armarios, mi madre dio con ellas, y muy sorprendida me preguntó que de quién eran esas fotografías. Yo balbuceé y acabé por confesarle la verdad. En un principio ella se quedó callada, como si esa historia le diera vértigo. Hubo un momento tenso y anacarado, a la manera de una escena de cine francés. Momento en ralentí, de reflexión. Pasados unos segundos me miró y me dijo con seriedad: - Esas fotos es mejor que no estén aquí. Lo entendí. No fuera a ser que esas fotografías se confundieran con los recuerdos de las nuestras. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, parecía decirme con su mirada. Mi madre no fue cruel ni despiadada, tan solo una madre protectora de los suyos y de su propia memoria. Cierto es que a mi madre le encantaba conservar, como un tesoro, las fotos de su propia historia y la de su familia. Recuerdo esos domingos norteños y lluviosos en los que sacábamos las fotos de los álbumes y de cajas con motivos chinescos y compartíamos palabras mirando las imagénes tantas veces repetidas. De esa forma fui reconstruyendo mi propia historia; a modo de pequeños girones deshilachados fui hilvanando la historia de mis antepasados y de mis familiares más cercanos. ¡Qué alegría tan grande me producía saber que una tía abuela mía, por parte paterna, había sido aya de la Reina Fabiola de Bélgica! La miraba y la veía en la fotografía de un diario de la época, guapa y con una mantilla, mientras comentábamos los pormenores de estar al servicio de una familia aristocrática. De ahí se entretejían otras conversaciones al calor de las fotos que derivaban en otras y, así, sucesivamente. Una espiral de acontecimientos familiares rehogados al calor de las viejas y adoradas fotos.
Nos habíamos quedado en la reacción de mi madre cuando supo de la existencia de esas fotos que yo llevaba años guardando (o custodiando, según se mire). Entonces supe que ya había llegado el momento de dejar las fotografías libres. La poética del destino se había cumplido. Fueron rescatadas del vertedero del olvido y ahora les tocaba seguir caminando, seguir siendo verso libre. Las deposité en un lugar privilegiado de mi pueblo natal y dejé que fuera el destino el que jugara con ellas. No sé lo que sucedería, pero de lo que sí estoy seguro es de que el viento o el mar u otro Domador de Versos vendrían en su ayuda para rescatarlas de un nuevo desdén.
Tal vez ahora la soledad de esa familia ovetense rescatada de la quema sea su palacio y, como el Domador, rescato de El valle de los avasallados el siguiente fragmento:
"Solo encuentro momentos verdaderamente felices en mi soledad. Mi soledad es mi palacio. Allí tengo mi silla, mi mesa, mi cama, mi viento y mi sol. Cuando estoy sentada fuera de mi soledad, estoy sentada en el exilio, estoy sentada en un país engañoso. Estoy orgullosa de mi palacio. Saco pecho para mantenerlo cálido, agradable y resplandeciente, como para recibir mariposas y aves. [...] Cuando un amigo camina por mi palacio, las paredes tiemblan, la sombra y la angustia se precipitan por las ventanas de luz y silencio que cada uno de sus pasos rompe. [...] Tengo que vencer mi miedo. Para vencer el miedo hace falta verlo, oírlo, olerlo. Para vencer el miedo, hace falta estar a solas con él. [...]."
Bérénice, Léo, el Domador, las fotografías envidian una soledad reconfortante al saber que mientras tanto duermen los felices.
Versos sobre pared
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