viernes, 15 de julio de 2011

Papelera de escritor

    El escritor se hace más grande no por lo que queda (o publica) sino por lo que tira a la papelera. Algo parecido oí una vez en boca de Gabriel Gª Márquez. ¡Cuánta razón lleva! En el acto de la escritura se reescribe una y otra vez hasta dar forma definitiva al texto que quieres conseguir. Muchas veces esta cima no se alcanza y te has de contentar con la caverna platónica, con la sombra de aquello que anhelas transmitir. La revisión del texto te puede llevar por caminos harto diferentes a lo que en principio el escritor había pensado. En ese punto el texto no es tuyo y cobra vida propia. Si esto es así con el ejercicio de escribir, con esa cocina a fuego lento que es la escritura, imaginemos lo que puede suponer componer una canción, pintar un lienzo o hacer los planos de un edificio. Pero como el tema que me he propuesto abordar es la escritura, no encuentro mejor ejemplo para ilustrarlo que el de la redacción de un pequeñito texto, anecdótico, pequeño en su pretensión. Sería una labor de gigante intentar ilustrarlo con la creación de una novela o de una obra teatral.

Rescato, espigo, tres versiones diferentes de un microrrelato escrito hace ya bastante tiempo. La idea es la misma, la forma diferente. En los distintos borradores aparecerían tachones, colores, notas en los márgenes, palabras rectificadas una, dos, tres veces, subrayados, flechas, comentarios... Todo un mosaico de marcas que ayudan en ese parto que es todo texto. Al final, añadiré la versión que se dio por cerrada y definitiva. ¿Por qué ha quedado esta como definitiva? No lo sé. Quizás ahí resida lo sagrado que encierra el misterio de todo acto creativo. El capricho de los dioses que juegan a su antojo con aquellos que recrean en forma de arco y lira este mundo.

Versión 1ª: 

¿Cómo se llamaba? Se preguntaba el poeta en el vacío de su habitación. Gramáticas, diccionarios descuadernados, borrones de tinta fresca, ceniceros pletóricos de ideas, una radio con la voz apenas extinguida. No encuentro la palabra que necesito, esta debe de haber saltado por la ventana. Sin pensárselo dos veces bajó, pies espantando palomas, a la calle. Tráfico, ruido, lluvia, hojas muertas en el arroyo artificial. Levantó baldosas, preguntó a los transeúntes, paró a los taxistas.  Se fijó en las hojas y tras ellas llegó a la alcantarilla. Allí, soterrada, estaba la palabra fugitiva: memoria. Ahora ya lo sé, dime tú.

Versión 2ª

¿Cómo se llamaba? Se preguntaba el poeta en la soledad de su habitación. ¿Por qué no le decía cómo se llamaba? Gramáticas, diccionarios descuadernados, borrones de tinta fresca, ceniceros pletóricos de ideas, alfabetos desordenados. ¿Adónde ha ido la palabra? ¿Habrá saltado por la ventana? Sin pensárselo dos veces bajó, pies espantando palomas, a la calle. Tráfico, ruido, lluvia, hojas muertas en un arroyo artificial. Levantó baldosas, las raíces de algunos árboles, preguntó a la gente, paró a los taxistas. Nadie sabía cómo se llamaba aquella palabra. Se fijó de nuevo en las hojas y siguiendo su rastro se dio de bruces con una alcantarilla. Allí, soterrada, estaba la palabra fugitiva: memoria, así me llamo-le dijo-. Ahora ya me conoces. Dime tú.

Versión 3ª:

¿Cómo se llamaba? El poeta estaba dispuesto a levantar las mismísimas raíces de la luna para averiguar cómo se llamaba aquella palabra que había saltado por la ventana al intentar apresarla. Había desaparecido de las gramáticas, de los diccionarios, de los atlas y de los poemarios exquisitos de su colección particular. Sin pensárselo dos veces bajó, pies espantando palomas, a la calle. Levantó baldosas, buscó entre los andamios, preguntó a los transeúntes, paró a los taxistas. Nada. Se fijó en el ritmo de las hojas al caer y cómo éstas se colaban entre los agujeritos de una alcantarilla de su ciudad. Buscó allí también y la encontró, soterrada, fugitiva. Es la memoria – gritó- y nadie, en toda la ciudad, logró entender ya qué significaba aquel vocablo.

Versión definitiva:

¿Cómo se llamaba? El poeta estaba dispuesto a levantar las mismísimas raíces de la luna para averiguar el nombre de aquella palabra que había saltado por la ventana al intentar apresarla. Había desaparecido de las gramáticas, de los diccionarios y de los poemarios exquisitos de su colección particular. Sin pensárselo dos veces bajó, pies espantando palomas, a la calle. Arrancó baldosas, andamios, paró a los taxistas. Nada. Observó las hojas muertas de otoño y siguiendo su rastro se dio de bruces con una alcantarilla. Allí, soterrada, estaba la palabra fugitiva: MEMORIA.
-Así me llamo, -dijo- ahora ya me conoces. Dime tú.







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